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El hombre que reescribía a Carver
Alessandro Baricco
¿Hasta dónde llega el poder de un editor? La actual disputa legal entre la viuda de Raymond Carver ( http://es.wikipedia.org/wiki/Raymond_Carver , http://users.rcn.com/pcarson/carver/ ) y la editorial Knopf renueva la pregunta. Una vez más la sombra de Gordon Lish, http://en.wikipedia.org/wiki/Gordon_Lish , planea sobre los primeros libros del cuentista norteamericano.
Revista El Malpensante No. 83. 2008, diciembre - enero 2008
http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=109
(Matriz: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=list_ediciones --> http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_edicion&id=83 )
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http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=109
(Matriz: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=list_ediciones --> http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_edicion&id=83 )
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Publica y difunde: NTC … Nos Topamos Con … http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia, Abril 22 , 2010.
Material presentado en la Sesión del Taller ProArtes del 22 de Abril, 2010. (6:30 – 9:00 pm) por el Director José Zuleta Ortiz.
Temas centrales: “ESCRIBIR es REESCRIBIR”, “Leer es releer”, “Ser editor de sí mismo”, … (“Morada al sur”, Aurelio Arturo. (Aloz Rojas) / Manuscritos imágenes: Proust, Pound, Miller, Pasternak, Faulkner, Flaubert, … / Lectura de Fragmentos: Capote, Barico (Carver-Lish) // …
.Todo empezó en agosto de 1999. Compré el New York Times y en la portada del Magazine me topé con un bellísimo retrato de Raymond Carver. Ojos fijos en el objetivo y expresión impenetrable, exactamente como sus cuentos. Abrí la revista y encontré un largo artículo firmado por D. T. Max. Decía cosas curiosas. Decía que desde hace varios años circula un rumor a propósito de Carver: que sus memorables cuentos no los escribió él; los escribía, pero su editor los corregía radicalmente haciéndolos casi irreconocibles.
El artículo decía que este editor se llamaba Gordon Lish, más bien se llama, porque todavía vive, aunque de esa historia no hable con gusto. Luego el articulista dice que tuvo la curiosidad de saber qué había de verdad en esta especie de leyenda metropolitana.
Así que fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. Fue y revisó. Y se quedó pasmado. De una manera muy americana, tomó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor, Gordon Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos. ¿Nada mal, verdad?
Puesto que Carver no es un escritor cualquiera, sino uno de los máximos modelos literarios de los últimos veinte años, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había sólo un modo de averiguarlo. Ir y cerciorarse. Así que fui e investigué.
Bloomington realmente existe, es una pequeña ciudad universitaria perdida en medio de kilómetros de trigo y silos. Muchos estudiantes y, en el cine, Benigni. Todo normal. También la biblioteca existe. Se llama Lilly Library y está especializada en manuscritos, primeras ediciones y otros preciosísimos objetos fetichistas de este tipo. Si estuvieras en Europa deberías dejar como rehén a un pariente, entregar kilos de cartas de presentación, y esperar con paciencia. Pero allí es Norteamérica. Das un documento, te sonríen, te explican el reglamento y te desean buen trabajo (en casos como éstos yo oscilo entre dos pensamientos: «Son así y sin embargo matan a la gente en la silla eléctrica» y «Son así y por eso matan a la gente en la silla eléctrica»). Me senté, pedí el archivo Gordon Lish y me llegó una enorme caja para mudanzas, llena de fólders muy ordenados. En cada fólder, un cuento de Carver: el escrito original con las correcciones de Gordon Lish.
Con las condiciones de no usar bolígrafo, de tener los codos sobre la mesa y pasar las páginas una por una, podía tocar y mirar. Formidable. Me fui directo al más bello (en mi opinión) de los cuentos de Carver: «Diles a las mujeres que salimos». Un artilugio casi perfecto. Una lección. Tomé el fólder, lo abrí. Me repetí que debía tener los codos sobre la mesa, e inicié la lectura.
Cosa de no creerse, amigos.
Ese cuento lo escogió Altman para sus Short Cuts. También le gustaba a él. Ocho paginitas y una trama muy sencilla. Están Bill y Jerry, amigos de corazón desde la primaria. De los que compran un coche entre los dos y se enamoran de la misma muchacha. Crecen. Bill se casa. Jerry se casa. Nacen niños. Bill trabaja en el ramo de la gran distribución. Jerry es subdirector de un supermercado. El domingo todos van a casa de Jerry, que tiene una piscina de plástico y el asador de carne. Norteamericanos normales, vidas normales, destinos normales. Un domingo, después de la comida, con las mujeres arreglando la cocina y los niños en la piscina haciendo relajo, Jerry y Bill toman el coche y van a dar una vuelta. En el camino encuentran a dos muchachas en bicicleta. Se acercan con el coche y se hacen los graciosos. Las muchachas se ríen y no los toman en cuenta. Bill y Jerry se van. Luego regresan. No saben bien qué hacer. En cierto momento las muchachas dejan las bicicletas y toman el sendero del campo. Bill y Jerry las siguen. Bill, un poco desalentado, se para. Prende un cigarro. Aquí termina el cuento. Últimas cuatro líneas: «No entendió nunca lo que quería Jerry. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego sobre la que debería ser de Bill». Fin.
Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortífero. Un médico en su millonésima autopsia manifestaría mayor emoción. Carver puro. Un final fulminante y una última frase perfecta, cortada como un diamante, simplemente exacta, y helada. Aquella idea de despiadada velocidad, y aquel tipo de mirada impersonal hasta lo inhumano, se han vuelto un modelo, casi un tótem. Escribir, después de que Carver escribió aquel final, ya no es lo mismo.
Bien, y ahora una noticia. Aquel final no lo escribió él. La última frase –esa espléndida, totémica frase– es de Gordon Lish. En realidad, en su lugar Carver había escrito seis cuartillas, digo seis: tiradas a la papelera por Gordon Lish. Leerlas causa cierto efecto. Carver lo narra todo, todo aquello que en la versión corregida desaparece en la nada dando al cuento aquel tono formidable, de ferocidad lunar. Carver sigue a Jerry por la colina, narra largamente la persecución a una de las dos muchachas, narra que Jerry la viola y luego se levanta, queda como atontado y se va, pero regresa y amenaza a la muchacha; quiere que no diga nada de lo que pasó. Ella lo único que hace es pasarse las manos por el pelo y decir «vete», sólo esto. Jerry continúa amenazándola, ella no dice nada, y entonces la golpea con el puño, ella trata de huir, él toma una piedra y la golpea en la cara («sintió el ruido de los dientes y de los huesos al quebrantarse»), se aleja, luego regresa, ella está todavía viva y se pone a gritar, él toma otra piedra y la acaba. Todo en seis cuartillas, lo que significa: ninguna prolijidad pero también ninguna prisa. Con ganas de narrar, no de ocultar.
++++
Sorprendente, ¿verdad? Todavía más es leer el final, es decir, las últimas líneas. ¿Qué puso el frío, inhumano, cínico Carver al final de esta historia? Esta escena: Bill llega a la cima de la colina y ve a Jerry de pie, inmóvil, y cerca de él el cuerpo de la muchacha. Quiere huir pero apenas puede moverse. Las montañas y las sombras a su alrededor le parecen un encantamiento oscuro que lo aprisiona. Piensa irracionalmente que quizás bajando de nuevo hasta la calle y ocultando una de las dos bicicletas, todo se borraría y la muchacha dejaría de estar allí. Últimas líneas:
Pero Jerry estaba ahora de pie frente a él, desaparecido en su vestimenta como si los huesos lo hubieran abandonado. Bill sintió la terrible cercanía de sus dos cuerpos, a la distancia de un brazo, incluso menos. Luego la cabeza de Jerry cayó sobre su espalda. Levantó una mano y, como si la distancia que ahora los separaba ameritara por lo menos eso, se puso a golpear a Jerry, afectuosamente, sobre la espalda, rompiendo a llorar.
Fin. Adiós, Mister Carver.
Ahora bien, la curiosidad no es la de entender si es más bello el cuento como lo escribió Carver o como salió de la tijera de Gordon Lish. Lo interesante es descubrir, bajo las correcciones, el mundo original de Carver. Es como llevar a la luz un cuadro sobre el cual alguien ha pintado después otra cosa. Usas un solvente y descubres mundos ocultos. Una vez empezado es difícil detenerse. De hecho, no me detuve.
«Diles a las mujeres que salimos» es la obra maestra que es porque realiza a la perfección un modelo de historia que luego tendría en los herederos más o menos directos de Carver una atracción muy fuerte. Lo que se narra allí es una violencia que nace sin explicaciones aparentes, en un terreno de absoluta normalidad. Mientras más violento y sin motivo es el gesto y quien lo cumple es una persona absolutamente ordinaria, más aquel modelo de historia se vuelve paradigma del mundo y esbozo de una revelación inquietante sobre la realidad. Demasiado inquietante y fascinador para que no sea tomado en serio. Todos los muchachos bien que, en tanta literatura reciente, buena y menos buena, matan de la manera más feroz y sin ninguna razón, nacen de allí. Pero si se usa el solvente, se descubre una cosa curiosa. Carver nunca pensó en Jerry como en alguien realmente normal, como un norteamericano ordinario, como uno de nosotros. Bill sí lo es, pero Jerry no. Y la narración siembra acá y allá pequeños y grandes indicios. Hablan de un muchacho que perdía su trabajo porque «no era el tipo a quien le gusta que se le diga lo que debe hacer». Hablan de un muchacho que en la boda de Bill se emborracha y se pone a cortejar de manera pesada a las dos madrinas de la esposa, y luego va a buscar pelea con los empleados del hotel. Y en el coche, aquel famoso domingo, cuando ven a las dos muchachas, el diálogo carveriano original es más bien duro:
(Jerry) «Regresemos. Probemos».
(Bill) «¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Además, son demasiado jóvenes, ¿no?».
«Bastante viejas para sangrar, bastante viejas para... ¿conoces el dicho, no?».
«Sí, pero no sé...».
«¡Cristo!, sólo debemos divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato...».
Es bastante para que el lector sienta de entrada un hedor de violencia y tragedia. Y cuando la tragedia llega, abarca seis páginas y es construida paso a paso, explicada paso a paso, con una lógica que hiela, pero en la que cada peldaño es necesario y todo al final parece casi natural. Todo viene a la mente, menos un teorema que describe la violencia como un repentino segmento enloquecido de la normalidad. La violencia allí es más bien el resultado del comportamiento de toda una vida.
Sólo que Gordon Lish borró todo. Ni qué decirlo, tenía talento. Hasta en los más pequeños indicios, quita a Jerry su pasado, incluidos los últimos minutos del asesinato. Quiere que la tragedia, congelada, esté puesta sobre la mesa en las últimas cuatro líneas. Nada de anticipaciones, please. Se perdería el efecto. Resultado: de allí nace American Psycho. Pero Carver, él, ¿qué tiene que ver?
¿Puedo permitirme una nota más técnica? Bien. Carver es grande también por ciertos estilemas que, quizá sin que el lector se dé cuenta, construyen de manera subterránea aquella mirada mortífera por la cual se ha vuelto famoso. Trucos técnicos. Por ejemplo, los diálogos. Muy secos. Acompasados por aquel extenuante y obsesivo «dijo» que, en la prosa, termina volviéndose una especie de batería que da el tiempo con exactitud implacable. Un ejemplo: exactamente el diálogo citado arriba entre Bill y Jerry, en el coche. En la edición oficial es un bello ejemplo de estilo carveriano:
«Mira allá», dijo Jerry, moderando la marcha. «A ésas me las echaría con ganas».
Jerry continuó más o menos por un kilómetro y luego se paró. «Volvamos atrás», dijo. «Probemos».
«¡Cristo!», dijo Bill. «No sé».
«Yo me las echaría», dijo Jerry.
Bill dijo: «Sí, pero yo no sé».
«¡Oh, Cristo!», dijo Jerry.
Bill dio una mirada al reloj y luego miró alrededor. Dijo: «¿Les hablas tú? Yo estoy enmohecido».
Limpio, veloz, rítmico, ni una palabra de más. Como un bisturí. Pero es la versión de Gordon Lish. El diálogo escrito originalmente por Carver suena diferente:
«¡Mira allá!», dijo Jerry moderando la marcha. «Podría hacer algo con aquellas cosas».
Continuó por el camino, pero los dos voltearon. Las dos muchachas los miraron y se echaron a reír, continuando a pedalear en la orilla de la calle.
Jerry avanzó otra milla, después se paró en una placita.
«Regresemos. Probemos».
«¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Y además, ¿son demasiado jóvenes, no?».
«Bastante viejas como para sangrar, bastante viejas para... ¿Conoces el dicho, no?».
«Sí, pero no sé».
«¡Cristo!, tenemos sólo que divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato...».
«Claro». Dio una mirada al reloj y luego al cielo. «Habla tú».
«¿Yo? Yo estoy manejando. Háblales tú. Además están del lado tuyo».
«No sé, estoy un poco enmohecido».
El artículo decía que este editor se llamaba Gordon Lish, más bien se llama, porque todavía vive, aunque de esa historia no hable con gusto. Luego el articulista dice que tuvo la curiosidad de saber qué había de verdad en esta especie de leyenda metropolitana.
Así que fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. Fue y revisó. Y se quedó pasmado. De una manera muy americana, tomó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor, Gordon Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos. ¿Nada mal, verdad?
Puesto que Carver no es un escritor cualquiera, sino uno de los máximos modelos literarios de los últimos veinte años, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había sólo un modo de averiguarlo. Ir y cerciorarse. Así que fui e investigué.
Bloomington realmente existe, es una pequeña ciudad universitaria perdida en medio de kilómetros de trigo y silos. Muchos estudiantes y, en el cine, Benigni. Todo normal. También la biblioteca existe. Se llama Lilly Library y está especializada en manuscritos, primeras ediciones y otros preciosísimos objetos fetichistas de este tipo. Si estuvieras en Europa deberías dejar como rehén a un pariente, entregar kilos de cartas de presentación, y esperar con paciencia. Pero allí es Norteamérica. Das un documento, te sonríen, te explican el reglamento y te desean buen trabajo (en casos como éstos yo oscilo entre dos pensamientos: «Son así y sin embargo matan a la gente en la silla eléctrica» y «Son así y por eso matan a la gente en la silla eléctrica»). Me senté, pedí el archivo Gordon Lish y me llegó una enorme caja para mudanzas, llena de fólders muy ordenados. En cada fólder, un cuento de Carver: el escrito original con las correcciones de Gordon Lish.
Con las condiciones de no usar bolígrafo, de tener los codos sobre la mesa y pasar las páginas una por una, podía tocar y mirar. Formidable. Me fui directo al más bello (en mi opinión) de los cuentos de Carver: «Diles a las mujeres que salimos». Un artilugio casi perfecto. Una lección. Tomé el fólder, lo abrí. Me repetí que debía tener los codos sobre la mesa, e inicié la lectura.
Cosa de no creerse, amigos.
Ese cuento lo escogió Altman para sus Short Cuts. También le gustaba a él. Ocho paginitas y una trama muy sencilla. Están Bill y Jerry, amigos de corazón desde la primaria. De los que compran un coche entre los dos y se enamoran de la misma muchacha. Crecen. Bill se casa. Jerry se casa. Nacen niños. Bill trabaja en el ramo de la gran distribución. Jerry es subdirector de un supermercado. El domingo todos van a casa de Jerry, que tiene una piscina de plástico y el asador de carne. Norteamericanos normales, vidas normales, destinos normales. Un domingo, después de la comida, con las mujeres arreglando la cocina y los niños en la piscina haciendo relajo, Jerry y Bill toman el coche y van a dar una vuelta. En el camino encuentran a dos muchachas en bicicleta. Se acercan con el coche y se hacen los graciosos. Las muchachas se ríen y no los toman en cuenta. Bill y Jerry se van. Luego regresan. No saben bien qué hacer. En cierto momento las muchachas dejan las bicicletas y toman el sendero del campo. Bill y Jerry las siguen. Bill, un poco desalentado, se para. Prende un cigarro. Aquí termina el cuento. Últimas cuatro líneas: «No entendió nunca lo que quería Jerry. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego sobre la que debería ser de Bill». Fin.
Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortífero. Un médico en su millonésima autopsia manifestaría mayor emoción. Carver puro. Un final fulminante y una última frase perfecta, cortada como un diamante, simplemente exacta, y helada. Aquella idea de despiadada velocidad, y aquel tipo de mirada impersonal hasta lo inhumano, se han vuelto un modelo, casi un tótem. Escribir, después de que Carver escribió aquel final, ya no es lo mismo.
Bien, y ahora una noticia. Aquel final no lo escribió él. La última frase –esa espléndida, totémica frase– es de Gordon Lish. En realidad, en su lugar Carver había escrito seis cuartillas, digo seis: tiradas a la papelera por Gordon Lish. Leerlas causa cierto efecto. Carver lo narra todo, todo aquello que en la versión corregida desaparece en la nada dando al cuento aquel tono formidable, de ferocidad lunar. Carver sigue a Jerry por la colina, narra largamente la persecución a una de las dos muchachas, narra que Jerry la viola y luego se levanta, queda como atontado y se va, pero regresa y amenaza a la muchacha; quiere que no diga nada de lo que pasó. Ella lo único que hace es pasarse las manos por el pelo y decir «vete», sólo esto. Jerry continúa amenazándola, ella no dice nada, y entonces la golpea con el puño, ella trata de huir, él toma una piedra y la golpea en la cara («sintió el ruido de los dientes y de los huesos al quebrantarse»), se aleja, luego regresa, ella está todavía viva y se pone a gritar, él toma otra piedra y la acaba. Todo en seis cuartillas, lo que significa: ninguna prolijidad pero también ninguna prisa. Con ganas de narrar, no de ocultar.
++++
Sorprendente, ¿verdad? Todavía más es leer el final, es decir, las últimas líneas. ¿Qué puso el frío, inhumano, cínico Carver al final de esta historia? Esta escena: Bill llega a la cima de la colina y ve a Jerry de pie, inmóvil, y cerca de él el cuerpo de la muchacha. Quiere huir pero apenas puede moverse. Las montañas y las sombras a su alrededor le parecen un encantamiento oscuro que lo aprisiona. Piensa irracionalmente que quizás bajando de nuevo hasta la calle y ocultando una de las dos bicicletas, todo se borraría y la muchacha dejaría de estar allí. Últimas líneas:
Pero Jerry estaba ahora de pie frente a él, desaparecido en su vestimenta como si los huesos lo hubieran abandonado. Bill sintió la terrible cercanía de sus dos cuerpos, a la distancia de un brazo, incluso menos. Luego la cabeza de Jerry cayó sobre su espalda. Levantó una mano y, como si la distancia que ahora los separaba ameritara por lo menos eso, se puso a golpear a Jerry, afectuosamente, sobre la espalda, rompiendo a llorar.
Fin. Adiós, Mister Carver.
Ahora bien, la curiosidad no es la de entender si es más bello el cuento como lo escribió Carver o como salió de la tijera de Gordon Lish. Lo interesante es descubrir, bajo las correcciones, el mundo original de Carver. Es como llevar a la luz un cuadro sobre el cual alguien ha pintado después otra cosa. Usas un solvente y descubres mundos ocultos. Una vez empezado es difícil detenerse. De hecho, no me detuve.
«Diles a las mujeres que salimos» es la obra maestra que es porque realiza a la perfección un modelo de historia que luego tendría en los herederos más o menos directos de Carver una atracción muy fuerte. Lo que se narra allí es una violencia que nace sin explicaciones aparentes, en un terreno de absoluta normalidad. Mientras más violento y sin motivo es el gesto y quien lo cumple es una persona absolutamente ordinaria, más aquel modelo de historia se vuelve paradigma del mundo y esbozo de una revelación inquietante sobre la realidad. Demasiado inquietante y fascinador para que no sea tomado en serio. Todos los muchachos bien que, en tanta literatura reciente, buena y menos buena, matan de la manera más feroz y sin ninguna razón, nacen de allí. Pero si se usa el solvente, se descubre una cosa curiosa. Carver nunca pensó en Jerry como en alguien realmente normal, como un norteamericano ordinario, como uno de nosotros. Bill sí lo es, pero Jerry no. Y la narración siembra acá y allá pequeños y grandes indicios. Hablan de un muchacho que perdía su trabajo porque «no era el tipo a quien le gusta que se le diga lo que debe hacer». Hablan de un muchacho que en la boda de Bill se emborracha y se pone a cortejar de manera pesada a las dos madrinas de la esposa, y luego va a buscar pelea con los empleados del hotel. Y en el coche, aquel famoso domingo, cuando ven a las dos muchachas, el diálogo carveriano original es más bien duro:
(Jerry) «Regresemos. Probemos».
(Bill) «¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Además, son demasiado jóvenes, ¿no?».
«Bastante viejas para sangrar, bastante viejas para... ¿conoces el dicho, no?».
«Sí, pero no sé...».
«¡Cristo!, sólo debemos divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato...».
Es bastante para que el lector sienta de entrada un hedor de violencia y tragedia. Y cuando la tragedia llega, abarca seis páginas y es construida paso a paso, explicada paso a paso, con una lógica que hiela, pero en la que cada peldaño es necesario y todo al final parece casi natural. Todo viene a la mente, menos un teorema que describe la violencia como un repentino segmento enloquecido de la normalidad. La violencia allí es más bien el resultado del comportamiento de toda una vida.
Sólo que Gordon Lish borró todo. Ni qué decirlo, tenía talento. Hasta en los más pequeños indicios, quita a Jerry su pasado, incluidos los últimos minutos del asesinato. Quiere que la tragedia, congelada, esté puesta sobre la mesa en las últimas cuatro líneas. Nada de anticipaciones, please. Se perdería el efecto. Resultado: de allí nace American Psycho. Pero Carver, él, ¿qué tiene que ver?
¿Puedo permitirme una nota más técnica? Bien. Carver es grande también por ciertos estilemas que, quizá sin que el lector se dé cuenta, construyen de manera subterránea aquella mirada mortífera por la cual se ha vuelto famoso. Trucos técnicos. Por ejemplo, los diálogos. Muy secos. Acompasados por aquel extenuante y obsesivo «dijo» que, en la prosa, termina volviéndose una especie de batería que da el tiempo con exactitud implacable. Un ejemplo: exactamente el diálogo citado arriba entre Bill y Jerry, en el coche. En la edición oficial es un bello ejemplo de estilo carveriano:
«Mira allá», dijo Jerry, moderando la marcha. «A ésas me las echaría con ganas».
Jerry continuó más o menos por un kilómetro y luego se paró. «Volvamos atrás», dijo. «Probemos».
«¡Cristo!», dijo Bill. «No sé».
«Yo me las echaría», dijo Jerry.
Bill dijo: «Sí, pero yo no sé».
«¡Oh, Cristo!», dijo Jerry.
Bill dio una mirada al reloj y luego miró alrededor. Dijo: «¿Les hablas tú? Yo estoy enmohecido».
Limpio, veloz, rítmico, ni una palabra de más. Como un bisturí. Pero es la versión de Gordon Lish. El diálogo escrito originalmente por Carver suena diferente:
«¡Mira allá!», dijo Jerry moderando la marcha. «Podría hacer algo con aquellas cosas».
Continuó por el camino, pero los dos voltearon. Las dos muchachas los miraron y se echaron a reír, continuando a pedalear en la orilla de la calle.
Jerry avanzó otra milla, después se paró en una placita.
«Regresemos. Probemos».
«¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Y además, ¿son demasiado jóvenes, no?».
«Bastante viejas como para sangrar, bastante viejas para... ¿Conoces el dicho, no?».
«Sí, pero no sé».
«¡Cristo!, tenemos sólo que divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato...».
«Claro». Dio una mirada al reloj y luego al cielo. «Habla tú».
«¿Yo? Yo estoy manejando. Háblales tú. Además están del lado tuyo».
«No sé, estoy un poco enmohecido».
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¿Sutilezas? No tanto. Si uno construye buques petroleros no les revisa los tornillos. Pero si hace relojes, sí. Carver era un relojero. Trabajaba hasta en lo más mínimo. El detalle es todo. Además, las palabras de un diálogo son como pequeños ladrillos: si cambias uno no pasa nada, pero si continúas cambiando, al final te encuentras con una casa diferente. ¿Dónde acabó el mítico «dijo»? ¿Dónde acabó la batería? ¿Y la regla del nunca una palabra de más? ¿Dónde acabó aquel que llamamos Carver?
Para la crónica: conté los «dijo» añadidos por Gordon Lish al texto de Carver en aquel cuento. Treinta y siete. En doce cuartillas, de las que casi la mitad no son diálogos y por tanto no cuentan. Trabajaba fino Gordon Lish, nada que objetar.
Fin de la nota técnica. No del artículo, porque tengo todavía un ejemplo. Colosal.
El último cuento de la colección De qué hablamos cuando hablamos del amor es brevísimo: cuatro páginas. Se titula «Todavía una cosa». Formidable, por lo que yo entiendo. Una sacudida eléctrica. Es una pelea. Por un lado, un marido borracho. Por el otro, la esposa con una hija jovencita. La mujer no puede más y le grita al marido que desaparezca para siempre. Él dice algo. Se gritan cosas. Casi no hay acción, sólo voces que exhalan miseria, y dolor, y rabia, rumiando odio al ritmo de los obsesivos «dijo». Lo que te tiene con la respiración en suspenso es que todo está en vilo sobre la tragedia. La violencia del marido parece que está por explotar. Es una bomba encendida. Hay un instante en que todo se vuelve casi insoportablemente filoso. Él lanza un tarro contra una ventana. Ella le dice a la hija que llame a la policía. Pero lo que pasa luego es que él dice: «Está bien, me voy» y va a su cuarto a hacer la maleta. Regresa a la sala. La mecha de la bomba parece siempre más corta. Últimos compases, de odio puro. El marido ya está en el umbral. Dice: «Sólo quiero decir una cosa». Punto y aparte. Última frase: «Pero luego no logró pensar lo que podía ser». Fin.
Es el clásico Carver. Miserias de una humanidad desarmada y sin palabras. Nada sucede y todo podría suceder. Final mudo. El mundo es una tragedia estática.
En la Lilly Library tomé el escrito de Carver. Lo leí. Llegué hasta el final. El marido está en el umbral. Se voltea y dice: «Sólo quiero decir una cosa». Bien. ¿Saben qué pasa? Allí, en aquel escrito, lo dice. Y como si no bastara, ¿saben qué dice? Aquí está:
«Escucha, Maxine. Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti, Bea. Las amo a las dos». Se quedó de pie en el umbral y sintió que los labios le empezaban a temblar mientras las miraba en la que, pensó, sería la última vez. «Adiós», dijo.
«A esto tú llamas amor», dijo Maxine y soltó la mano de Bea. Cerró la suya en un puño. Luego sacudió la cabeza y hundió sus manos en las bolsas. Lo miró y dejó caer la mirada, cerca de los zapatos de él. A él le vino a la mente, como en un shock, que iba a recordar para siempre aquella tarde, y a ella parada de aquel modo. Era horrible pensar que en todos los años venideros ella iba a ser para él aquella mujer indescifrable, una figura muda metida en un traje largo, de pie en el centro del cuarto, con los ojos mirando al suelo.
«Maxine», gritó. «¡Maxine!».
«¿A esto lo llamas amor?», dijo ella, levantando los ojos y mirándolo. Sus ojos eran terribles y profundos, y él los miró, todo el tiempo que pudo.
Leí y releí este final. ¿No es extraordinario? Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con Godot que efectivamente llega, y dice cosas sentimentales o sólo sensatas. Es como descubrir que en la versión original de Los novios, Lucía echa a Renzo y termina con un discurso anticlerical. No sé.
Le dice «Te amo», ¿entienden? Aquel silencio suyo en el umbral de su casa parecía la última estación de la humanidad y de la esperanza. Y sólo era un hombre que retomaba el aliento, con el corazón despedazado, para encontrar la forma de decir a la mujer que la ama, que a pesar de todo la ama. No es el silencio del desierto del alma. Sólo tenía que tomar aliento. Encontrar el valor. Todo eso.
Los Apocalipsis no son como los de antes.
El artículo en el Magazine del New York Times reconstruía el caso, y luego entrevistaba a unos especialistas, preguntándose con qué derecho el trabajo del editor se sobrepone al trabajo del autor y, naturalmente, si todo eso redimensiona o no la figura de Carver. Por cierto, el problema es interesante, y también en Italia podría tomarse como pretexto para volver a reflexionar sobre la figura de los editores y hasta para descubrir alguna sabrosa intriga del país. Pero otro es el punto que me parece más interesante. Descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea es un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que el mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo tenía el antídoto contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero después, entre líneas y sobre todo en los finales, la cuestionaba, la apagaba. Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse de que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O dice «te amo». Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish tuvo que intuir, por el contrario, que la visión pura y simple de aquellos desiertos helados era lo que aquel hombre tenía de revolucionario. Y era lo que los lectores tenían ganas de que se les narrara. Borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?
++++
El último día en la Lilly Library me releí de corrido los dos cuentos en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera distinta, pero bellísimos. ¿Saben qué había de diferente? Que al final tú estabas de parte de Jerry y del marido borracho. Hay compasión por ellos y una comprensión de ellos, que logra la acrobacia insensata de hacerte sentir de parte del malo. Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero en el original era distinto. Era un escritor que buscaba desesperadamente hallar el revés humano del mal, demostrar que el mal es inevitable; dentro de él hay un sufrimiento y un dolor que son el refugio de lo humano –el rescate de lo humano– en el paisaje glacial de la vida. Debía saber bastante de personajes negativos. Él era un personaje negativo. Hasta me parece natural, ahora, pensar que haya buscado obsesivamente hacer aquello y nada más que aquello: rescatar a los malos. En el último cuento, el de la pelea, Gordon Lish cortó casi todas las palabras de la hija, y aquellas palabras son afectuosas, son las palabras de una muchachita que no quiere perder a su padre, y que lo ama. Ahora me parecen la voz de Carver. Y, en cierto momento, hay una parte, siempre cortada por Lish, en la que el padre mira a aquella muchachita, y lo que dice es de una tristeza y de una dulzura inmensas: «Tesoro, me duele. Me encolericé. Olvídame, ¿quieres? ¿Me olvidarás?».
No sé. Se necesitaría ver todos los otros cuentos, estudiarlos seriamente. Pero regresé con la idea de que aquel hombre, Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los verdugos. ¿Si así fuera, no residiría en esto su grandeza?
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¿Sutilezas? No tanto. Si uno construye buques petroleros no les revisa los tornillos. Pero si hace relojes, sí. Carver era un relojero. Trabajaba hasta en lo más mínimo. El detalle es todo. Además, las palabras de un diálogo son como pequeños ladrillos: si cambias uno no pasa nada, pero si continúas cambiando, al final te encuentras con una casa diferente. ¿Dónde acabó el mítico «dijo»? ¿Dónde acabó la batería? ¿Y la regla del nunca una palabra de más? ¿Dónde acabó aquel que llamamos Carver?
Para la crónica: conté los «dijo» añadidos por Gordon Lish al texto de Carver en aquel cuento. Treinta y siete. En doce cuartillas, de las que casi la mitad no son diálogos y por tanto no cuentan. Trabajaba fino Gordon Lish, nada que objetar.
Fin de la nota técnica. No del artículo, porque tengo todavía un ejemplo. Colosal.
El último cuento de la colección De qué hablamos cuando hablamos del amor es brevísimo: cuatro páginas. Se titula «Todavía una cosa». Formidable, por lo que yo entiendo. Una sacudida eléctrica. Es una pelea. Por un lado, un marido borracho. Por el otro, la esposa con una hija jovencita. La mujer no puede más y le grita al marido que desaparezca para siempre. Él dice algo. Se gritan cosas. Casi no hay acción, sólo voces que exhalan miseria, y dolor, y rabia, rumiando odio al ritmo de los obsesivos «dijo». Lo que te tiene con la respiración en suspenso es que todo está en vilo sobre la tragedia. La violencia del marido parece que está por explotar. Es una bomba encendida. Hay un instante en que todo se vuelve casi insoportablemente filoso. Él lanza un tarro contra una ventana. Ella le dice a la hija que llame a la policía. Pero lo que pasa luego es que él dice: «Está bien, me voy» y va a su cuarto a hacer la maleta. Regresa a la sala. La mecha de la bomba parece siempre más corta. Últimos compases, de odio puro. El marido ya está en el umbral. Dice: «Sólo quiero decir una cosa». Punto y aparte. Última frase: «Pero luego no logró pensar lo que podía ser». Fin.
Es el clásico Carver. Miserias de una humanidad desarmada y sin palabras. Nada sucede y todo podría suceder. Final mudo. El mundo es una tragedia estática.
En la Lilly Library tomé el escrito de Carver. Lo leí. Llegué hasta el final. El marido está en el umbral. Se voltea y dice: «Sólo quiero decir una cosa». Bien. ¿Saben qué pasa? Allí, en aquel escrito, lo dice. Y como si no bastara, ¿saben qué dice? Aquí está:
«Escucha, Maxine. Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti, Bea. Las amo a las dos». Se quedó de pie en el umbral y sintió que los labios le empezaban a temblar mientras las miraba en la que, pensó, sería la última vez. «Adiós», dijo.
«A esto tú llamas amor», dijo Maxine y soltó la mano de Bea. Cerró la suya en un puño. Luego sacudió la cabeza y hundió sus manos en las bolsas. Lo miró y dejó caer la mirada, cerca de los zapatos de él. A él le vino a la mente, como en un shock, que iba a recordar para siempre aquella tarde, y a ella parada de aquel modo. Era horrible pensar que en todos los años venideros ella iba a ser para él aquella mujer indescifrable, una figura muda metida en un traje largo, de pie en el centro del cuarto, con los ojos mirando al suelo.
«Maxine», gritó. «¡Maxine!».
«¿A esto lo llamas amor?», dijo ella, levantando los ojos y mirándolo. Sus ojos eran terribles y profundos, y él los miró, todo el tiempo que pudo.
Leí y releí este final. ¿No es extraordinario? Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con Godot que efectivamente llega, y dice cosas sentimentales o sólo sensatas. Es como descubrir que en la versión original de Los novios, Lucía echa a Renzo y termina con un discurso anticlerical. No sé.
Le dice «Te amo», ¿entienden? Aquel silencio suyo en el umbral de su casa parecía la última estación de la humanidad y de la esperanza. Y sólo era un hombre que retomaba el aliento, con el corazón despedazado, para encontrar la forma de decir a la mujer que la ama, que a pesar de todo la ama. No es el silencio del desierto del alma. Sólo tenía que tomar aliento. Encontrar el valor. Todo eso.
Los Apocalipsis no son como los de antes.
El artículo en el Magazine del New York Times reconstruía el caso, y luego entrevistaba a unos especialistas, preguntándose con qué derecho el trabajo del editor se sobrepone al trabajo del autor y, naturalmente, si todo eso redimensiona o no la figura de Carver. Por cierto, el problema es interesante, y también en Italia podría tomarse como pretexto para volver a reflexionar sobre la figura de los editores y hasta para descubrir alguna sabrosa intriga del país. Pero otro es el punto que me parece más interesante. Descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea es un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que el mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo tenía el antídoto contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero después, entre líneas y sobre todo en los finales, la cuestionaba, la apagaba. Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse de que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O dice «te amo». Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish tuvo que intuir, por el contrario, que la visión pura y simple de aquellos desiertos helados era lo que aquel hombre tenía de revolucionario. Y era lo que los lectores tenían ganas de que se les narrara. Borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?
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El último día en la Lilly Library me releí de corrido los dos cuentos en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera distinta, pero bellísimos. ¿Saben qué había de diferente? Que al final tú estabas de parte de Jerry y del marido borracho. Hay compasión por ellos y una comprensión de ellos, que logra la acrobacia insensata de hacerte sentir de parte del malo. Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero en el original era distinto. Era un escritor que buscaba desesperadamente hallar el revés humano del mal, demostrar que el mal es inevitable; dentro de él hay un sufrimiento y un dolor que son el refugio de lo humano –el rescate de lo humano– en el paisaje glacial de la vida. Debía saber bastante de personajes negativos. Él era un personaje negativo. Hasta me parece natural, ahora, pensar que haya buscado obsesivamente hacer aquello y nada más que aquello: rescatar a los malos. En el último cuento, el de la pelea, Gordon Lish cortó casi todas las palabras de la hija, y aquellas palabras son afectuosas, son las palabras de una muchachita que no quiere perder a su padre, y que lo ama. Ahora me parecen la voz de Carver. Y, en cierto momento, hay una parte, siempre cortada por Lish, en la que el padre mira a aquella muchachita, y lo que dice es de una tristeza y de una dulzura inmensas: «Tesoro, me duele. Me encolericé. Olvídame, ¿quieres? ¿Me olvidarás?».
No sé. Se necesitaría ver todos los otros cuentos, estudiarlos seriamente. Pero regresé con la idea de que aquel hombre, Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los verdugos. ¿Si así fuera, no residiría en esto su grandeza?
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